lunes, 9 de julio de 2007

Equo ne credite, Teucri

Dos meses sin escribir, señal de que tengo pocas cosas que contar.

Pero hoy es día de fiesta; suenan los atambores, abandona el ruedo (esperemos que definitivamente)quien probablemente haya sido el personaje más nefasto para la cultura hispana en los últimos años, digna sucesora de don Javier Solana: Doña Carmen Calvo Poyatos, la Reina del Dixie, la adalid de la $GAE, cede el cetro a César Antonio Molina. Hay que decir que a don César le han dejado el listón muy bajo - muy mal se le tiene que dar el día para no quedar, en comparación con su siniestra antecesora, como una lumbrera. Pero - vuestro párroco es un desconfiado, ya lo sabéis, la vida me ha hecho así - suelo preocuparme cuando los griegos me dejan un caballo de madera en la puerta. Aunque sea un caballo que sustituye a una burra.

- Y, para que no se me acuse de difamar a las burras, adjunto aquí una pequeña muestra de las perlas proferidas por nuestra amada exministra:

"Yo he sido cocinera antes que fraila." (y aspira a ser abada...).

"El español está lleno de anglicanismos"(OMFG...).

"Un concierto de rock en español hace más por el castellano que el Instituto Cervantes"(es bonito pensar que su sucesor es el antiguo director del Instituto Cervantes)

"Me gusta madrugar para poder pasar más rato en el baño: allí leo el periódico, oigo la radio, oigo música y hablo por teléfono con alcaldes en bragas".(ya me imagino a los secretarios de los ayuntamientos susurrando urgentemente "Señor alcalde, póngase las braguitas de blonda, que le llama la Ministra de Cultura").

"Estamos manejando dinero público, y el dinero público no es de nadie".(Entonces ¿quién se queda la pasta que me quita Hacienda? ¿Federico Nadie?).

Sobre los San Fermines: "Si quieres que te sea sincera, pensé que se vestían así cuatro, los que vemos por la tele corriendo el encierro. Pero todos vamos con uniforme, es fantástico. (Una buena mili te hacía falta, a ver si te gustaban tanto los uniformes...).

"El Rocío es la explosión de la primavera en el Mediterráneo." (A ver, menistra: El Mediterráneo es el pequeñito de la derecha; el grande a la izquierda - no, tu jefe no - se llama "Atlántico").

"Deseo que la Unesco legisle para todos los planetas"(en tres palabras: I-Dio-Ta).

"Las señoras tienen que ser caballeras, quijotas, manchegas." (Eso; y los hombres tienen que ser damos, lazarillos, navarros; deja el orujo quieto, jodía...)

Sobre la piratería: "Leonardo da Vinci dijo que lo que mueve el mundo no son las máquinas, sino las ideas, y defenderlas frente al plagio es una batalla necesaria para la sociedad"(Victor Hugo, no Leonardo, que no son el mismo...).


Eso sí, la perla entre las perlas la soltó cuando, en referencia a las palabras de un senador que la citaba como "Carmen Calvo dixit", nuestra intrépida defensora de la cultura le contestó que ella no era ni "Dixie" ni "Pixie", y que no le faltase al respeto. Que confunda una expresión latina de uso general con los "marditos roedores" dice mucho acerca de su gestión al frente del Ministerio de cultura (de nuevo en minúsculas).



En fin, que el nuevo caballo tiene mucho que enderezar; veremos si está a la altura de la faena - aunque de momento, ya le avalan los contactos mantenidos entre el Instituto Cervantes y la SGAE; veremos si no hace buena a doña Carmen...

Atentos, parroquia.

viernes, 20 de abril de 2007

Parábola del bar



Esta es la historia de un bar. Un bar de barrio, pequeñito y poco importante; pero un bar en el que cualquiera podía entrar a tomarse una cerveza, a charlar de fútbol con los parroquianos, o simplemente a disfrutar del hilo musical. Se corrió la voz en el barrio – era un bar cómodo, con buen ambiente y aire acondicionado.
Y la clientela fue creciendo; y creció hasta el punto en que el dueño ya no daba abasto a atender a tanta mesa. Así que pidió a unos cuantos clientes que le echaran una mano. Y, ni cortos ni perezosos, unos cuantos de ellos se arremangaron, se ataron un delantal y, servilleta al brazo, se pusieron a servir las mesas.
No faltaron, entre los habituales, los murmullos de disconformidad: “¿Por qué ese, y no yo?”; “Sólo da cargos a sus amiguetes”; “Claro, aquí, para que te den un delantal, tienes que hacerle la pelota al jefe”. Y los camareros se sonreían, se ataban el delantal, y seguían sirviendo mesas.
Como en todos los bares, los parroquianos eran de todo tipo: quien venía a beber en silencio, quien venía por las partidas de dominó, quien disfrutaba organizando un orfeón en una esquina. Y, también como en todos los bares, aparecieron los patosos: quien venía a ligar, quien no sabía beber, y al segundo chato se ponía faltón, quien venía únicamente a vender iguales para hoy y esperaba que el bar le reservase una mesa para exponer sus cupones...
El bar acogió a los clientes habituales, dio la bienvenida a los esporádicos, y se advirtió a los patosos que las tonterías no eran bien acogidas: si deseaban participar como un parroquiano más, adelante; pero si venían a desahogarse porque sus mujeres no les dejaban gritar en casa, o si pretendían montar una tienda por la patilla, la puerta también servía para salir. Salvo escasas (y honrosas) excepciones, estos últimos se envolvieron en los jirones de su dignidad y abandonaron el local con la cabeza muy alta – parafraseando a Groucho Marx, “jamás pertenecería a un club que admitiese a socios como yo”.

Hubo, como no, trifulcas. Motivadas las más veces por una tontería: “Deja de tocarle el culo a mi novia”, “no, aquí no queremos rosas de plástico”, o “devuélveme la pasta que me debes”. Lo de siempre, cosas de bar.

Y el dueño colgó un cartel tras la barra, en el que se leía: “Aquí se viene a disfrutar; si pretendes otra cosa, o si quieres arruinar el ambiente, no entres”.

Otros bares abrieron sus puertas. Numerosos clientes repartieron su tiempo entre todos los establecimientos, pues siempre hay un momento para tomarse una cerveza con los amigos; y muchos de los patosos iniciaron una peregrinación inacabable, de bar en bar, criticando siempre al último establecimiento que habían sido invitados a abandonar y afirmando que a los camareros se les había subido el mandil a la cabeza, que el cocinero estaba gordo, y que en este local sí serían tratados como lo que eran, como señores. Y los camareros de ambos bares sonreían para sus adentros; que ya son muchos años de oficio, y uno se acaba conociendo a la parroquia; y aunque los expulsados volvieran a entrar - creyendo que con una nariz postiza y unas gafas de sol no se les reconocería – los camareros se limitaban a guiñarse un ojo y a servir las mesas, silbando el “Je ne regrette rien” por lo bajini.

Ahora que se acerca el diez de mayo, festividad del Santo Job, recordemos, hijos míos, a los camareros. Que no piden propina; sólo que no ensuciéis demasiado las mesas.