viernes, 20 de abril de 2007

Parábola del bar



Esta es la historia de un bar. Un bar de barrio, pequeñito y poco importante; pero un bar en el que cualquiera podía entrar a tomarse una cerveza, a charlar de fútbol con los parroquianos, o simplemente a disfrutar del hilo musical. Se corrió la voz en el barrio – era un bar cómodo, con buen ambiente y aire acondicionado.
Y la clientela fue creciendo; y creció hasta el punto en que el dueño ya no daba abasto a atender a tanta mesa. Así que pidió a unos cuantos clientes que le echaran una mano. Y, ni cortos ni perezosos, unos cuantos de ellos se arremangaron, se ataron un delantal y, servilleta al brazo, se pusieron a servir las mesas.
No faltaron, entre los habituales, los murmullos de disconformidad: “¿Por qué ese, y no yo?”; “Sólo da cargos a sus amiguetes”; “Claro, aquí, para que te den un delantal, tienes que hacerle la pelota al jefe”. Y los camareros se sonreían, se ataban el delantal, y seguían sirviendo mesas.
Como en todos los bares, los parroquianos eran de todo tipo: quien venía a beber en silencio, quien venía por las partidas de dominó, quien disfrutaba organizando un orfeón en una esquina. Y, también como en todos los bares, aparecieron los patosos: quien venía a ligar, quien no sabía beber, y al segundo chato se ponía faltón, quien venía únicamente a vender iguales para hoy y esperaba que el bar le reservase una mesa para exponer sus cupones...
El bar acogió a los clientes habituales, dio la bienvenida a los esporádicos, y se advirtió a los patosos que las tonterías no eran bien acogidas: si deseaban participar como un parroquiano más, adelante; pero si venían a desahogarse porque sus mujeres no les dejaban gritar en casa, o si pretendían montar una tienda por la patilla, la puerta también servía para salir. Salvo escasas (y honrosas) excepciones, estos últimos se envolvieron en los jirones de su dignidad y abandonaron el local con la cabeza muy alta – parafraseando a Groucho Marx, “jamás pertenecería a un club que admitiese a socios como yo”.

Hubo, como no, trifulcas. Motivadas las más veces por una tontería: “Deja de tocarle el culo a mi novia”, “no, aquí no queremos rosas de plástico”, o “devuélveme la pasta que me debes”. Lo de siempre, cosas de bar.

Y el dueño colgó un cartel tras la barra, en el que se leía: “Aquí se viene a disfrutar; si pretendes otra cosa, o si quieres arruinar el ambiente, no entres”.

Otros bares abrieron sus puertas. Numerosos clientes repartieron su tiempo entre todos los establecimientos, pues siempre hay un momento para tomarse una cerveza con los amigos; y muchos de los patosos iniciaron una peregrinación inacabable, de bar en bar, criticando siempre al último establecimiento que habían sido invitados a abandonar y afirmando que a los camareros se les había subido el mandil a la cabeza, que el cocinero estaba gordo, y que en este local sí serían tratados como lo que eran, como señores. Y los camareros de ambos bares sonreían para sus adentros; que ya son muchos años de oficio, y uno se acaba conociendo a la parroquia; y aunque los expulsados volvieran a entrar - creyendo que con una nariz postiza y unas gafas de sol no se les reconocería – los camareros se limitaban a guiñarse un ojo y a servir las mesas, silbando el “Je ne regrette rien” por lo bajini.

Ahora que se acerca el diez de mayo, festividad del Santo Job, recordemos, hijos míos, a los camareros. Que no piden propina; sólo que no ensuciéis demasiado las mesas.